“Los ángeles más laboriosos son los que están al cuidado de niños y borrachos. Estos dos personajes, al no contar con la verticalidad de la razón, se mantienen perpetuamente al borde del precipicio”.
Estas líneas que transcribimos no tienen nada que ver con la película sobre la cual hacemos hasta lo imposible por escribir de manera coherente. Pertenecen a una novela titulada “La salamandra”, de la autoría de Pedro Antonio Valdez, y las citamos porque aluden a los ángelesÖ igual que la susodicha cinta, en la cual el personaje central, como alude su título, es un “angelito”.
Pero existe una ligera diferencia entre ambos personajes: cuando Valdez hace alusión a los ángeles lo hace dentro de un contexto literario muy bien delineado, no es una mención gratuita, no es una necedad para llenar unas líneas o un capítulo, sino como un elemento que le es esencial en esa parte precisa de su historia, como se comprende al leer el capítulo y, por supuesto, la novela en sí.
Y de esa manera encontramos la gran diferencia entre un artista creador que domina su oficio y sabe a conciencia lo que tiene entre manos, que escribe sin tener en mientes la posibilidad de hacerse rico millonario, sino por el placer de infinito que vibra y bulle en todos los que escribimos por dejar salir todo eso que nos ruge en el interior y que pugna siempre por brotar, y aquellos que, lo dicen sin rubor, lo único que les pica es el bolsillo, o sea, el deseo incontenible de ganar más y más dinero, sin importarles un rábano si lo que hacen o producen posee el más mínimo valor estético o por lo menos cierta adecuación formal que distinga su obra frente a las demás.
Porque ese es el problema: a nosotros, como muy probablemente a todos los demás críticos de cine del país, no nos importa para nada que alguien gane dinero haciendo cine, dinero, mucho dinero, y que incluso se ufanen de ello.
En realidad, lo único que esperamos es que, haciendo dinero, a la vez hagan un mínimo esfuerzo por sacar sus obras de la más absoluta mediocridad.
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